Al final del espectro visible
Vota tan rojo como quieras, se
decolorará con el tiempo
Obrero francés en “El fondo del aire es rojo” (Chris Marker, 1977)
Varios
años atrás tuve la suerte de pasear por Nueva York con una parte de mi familia.
Deambulábamos en grupo por las calles llenas de gente pero cada uno miraba como
si estuviera sólo hasta encontrar algo digno de destacar, y en ese momento
llamaba al resto para mostrárselo. En la avenida Madison encontré, metido casi
en el hall de un edificio, un enorme bloque de concreto todo pintado con grafitis.
Se destacaba, obviamente, contra las pulidas paredes externas de ese edificio
bien cuidado. No tardé en reconocer que aquel bloque, en ese espacio minúsculo,
era un pedazo del Muro de Berlín. Quizás fue la pared trunca, alta y grisácea,
semidestruida, la que me trajo el recuerdo de unas filmaciones o fotografías,
fragmentos de ellas, vistas hace tiempo. O quizás fue la desfachatez del grafiti
colorido como un extranjero sobre el muro. No sé. En algún lugar de mi memoria
estaban esos recuerdos, y en algún lugar del mundo, supuse, estaban esos trozos
del muro berlinés. Entonces ahí me asaltó la pregunta ¿qué se hizo con los
fragmentos de ese muro?, ¿cómo se distribuyeron los pesos simbólicos de todos
esos pedazos del pasado?
Recuerdos,
pedazos, lugares, fragmentos, memorias, ruinas; palabras entrelazadas que
construyeron, con el pasar de las décadas posteriores a 1989, una memoria del
comunismo tan difícil de atravesar como un nuevo muro de concreto. Delante de
ese muro, y con herramientas que le eran familiares (en todo el sentido de la
palabra) Julia Mensch busca hermanar, nuevamente, ambos lados de ese muro
artificial construido con la fuerza de las historias sesgadas, de los hechos
aberrantes, de los triunfos, de las equivocaciones. Ahí delante parada y con
sus recuerdos familiares en la mano Julia sabe que de un lado y del otro de ese
nuevo muro de conceptos los verbos se conjugan diferente: qué fue, qué es, que
será el comunismo.
La vida roja comienza para Rafael
Mensch en Salashi, ese pueblo ucraniano en la frontera con Polonia de donde
emigró con sus hermanos en 1935, y adonde Julia volvió hace unos años en un viaje
“desmigratorio” para conocer el inicio y la veracidad de esa historia, la que dio
como fruto a un obrero gráfico militante, y después a un abuelo.
Algunos de nosotros podremos
encontrar historias similares en nuestros pasados no tan lejanos. Conocemos
gracias a la propia familia algunos de los fragmentos de esas historias de
inmigración ancladas en el nombre de un abuelo, de una abuela o de alguien más
lejano. Es muy fácil,
por eso, plantarse frente a algunas obras de Julia reconociendo todo eso que
tienen de íntimo sus instalaciones. Los objetos de los que se adueña para
contar la historia política de su abuelo nos obligan con ternura a evocar
objetos similares que pasaron por nuestras manos mientras escuchábamos alguna
historia familiar, sea cual sea. Puedo mencionar unos cuantos de esos que me
llevan y me traen desde la casa de los abuelos de Julia (sus cortinas, sus
muebles y sus platos sobre la pared) hasta los rincones más visitados de la
casa de los míos. Debo admitir que la traidición política familiar de Julia me
genera cierta envidia (ingenua, claro), atado yo a una familia que ha pensado
la política menos corporalmente. Pero aunque ninguno de los espacios de mi
propia familia esté coloreado de ese rojo inconfundible, entiendo algunas de
las cosas de las que esta muestra habla sin explicitarlo. La memoria, es una de
ellas.
En el viaje a Ucrania que da pie a Salashi (2013) es bien claro. Julia viajó sin su familia a ese
lugar inesperado pero a través de los relatos y del mapa que le habían dibujado
invocó las memorias de los suyos en esa primera reconstrucción. Mientras tanto,
con la ayuda de los pobladores que lentamente fue encontrando, esos otros
nuevos pero extrañamente cercanos, pudo confirmar o rectificar los relatos
traídos de Argentina, develando así todo lo colectiva que termina siendo la
memoria individual: las memorias narradas, fragmentadas, con las que cargaba en
ese viaje se vieron atraídas como por un imán a los relatos de los otros. Es
ese puente construido el que da validez a la memoria. Si las memorias se
reconstruyen apoyadas las unas sobre las otras, se desbarata la idea de que la
memoria colectiva a la que da lugar tiene la forma de una piramide o de algo
que se interpone ocultando las memorias personales: la memoria colectiva es un
conjunto de memorias intersectadas, no verticalmente distribuídas y mucho menos
ordenadas. Adopta así una estructura más cercana a la de los palitos chinos,
sólo que fuertes, sólidos y de larga duración. Y el hecho de que la memoria
construida en ese pueblo campesino, donde Rafael conoció por primera vez la
palabra “comunismo”, sea colectiva y no piramidal cierra lazos más estrechos
entre lo comunitario de la memoria y la búsqueda de lo comunitario en las ideas
políticas de Rafael. Ambas construyen lazos fraternales e imperecederos. Memoria
y política comienzan su recorrido conjunto.
Pero
ese vínculo no sucede tan solo dentro de la historia de Rafael sino
fundamentalmente en la obra de Julia. Porque ella no tiene como objetivo la
reconstrucción memorial. Si ese hubiera sido el objetivo de antemano Salashi debiera haber ocupado el primer
lugar cronológicamente hablando en lo que lleva de años la producción de Julia.
Sin embargo Julia inicia esta investigación artística con otra producción. ¿Dónde
está ese vínculo entre memoria y política entonces?
En algún momento comprendemos que
no somos tan solo nuestras circunstancias presentes sino más bien la historia
de éstas, y que para cambiarlas debemos conocer su pasado. Pero no el pasado
individual sino el que nos une al colectivo. Ahí es donde la memoria y la
política exigen el mismo procedimiento. Julia hace eso al entender los nudos
donde se atan la vida familiar y la vida de las ideas políticas, casi una sola
para los Mensch. Y ahí
es donde empiezan a verse las bifurcaciones temporales y sus paralelismos
voluntarios, con sus respectivas confusiones. Podría decir que cada vez que en
este texto se lea “historia familiar” también podría leerse “historia política”
(y sus visceversas). “¿Dónde
estoy yo en ambas historias y qué tarea me otorga esa ubicación?”, parece
preguntarse Julia.
Ubicarse, pienso. El
viaje de Rafael (2008-2014) es la obra de Julia que mejor escenifica,
justamente, este ejercicio de situación en la doble genealogía. Con las huellas
fotográficas y algunos otros objetos del viaje de su abuelo a la RDA y la URSS en
1973 Julia se embarcó en la reconstrucción de aquel desplazamiento buscando
exactamente los mismos espacios donde se fotografió su abuelo para ubicarse frente a ellos y tomarse una
foto con la misma cámara. ¿Qué implica este paralelismo a destiempo?
Las viejas fotografías son plomadas de la historia
familiar para sumergirse en la densidad del mar de la memoria. Una fotografía,
en un contexto familiar como el de Julia, es un modo de mantener un recuerdo
pero también es una posibilidad de manipularlo, de crearlo a voluntad. Es que,
según Joël Candau, todas las marcas que tienen la vocación de fijar el pasado
construyen pasados formalizados que limitan las interpretaciones de lo ocurrido
y educan la memoria y la institucionalizan[1]. Pasa esto a un
nivel doméstico con las fotografías de Rafael, que construyen la memoria de ese
viaje (y no de otro) pero pasa también en el fondo de esas mismas fotografías
cuando se contrastan los paisajes: los lugares, los espacios, los monumentos
que fueron parte de una memoria hoy
sucumbieron en el combate con las memorias posteriores.
Lo que sucede es que Julia tomó esas marcas del pasado y
desanduvo el camino de aquel viaje para transitar esa memoria y activarla. De
un modo literal, al ubicarse exactamente en los mismos espacios que su abuelo,
Julia se carga encima esa memoria para que no se transforme en memoria muerta y
que cuando se active renazca en aquellos contextos y en esas circunstancias
disonantes. Ver esas instantáneas de la RDA desde Argentina no habilita el
constraste necesario con el presente esos territorios, que liberaría el
pensamiento crítico sobre su futuro. Julia, en cambio, se obligó a meterse en
el cuerpo ese modo de vivir el pasado para ver su actualidad y llegar a sus
propias conclusiones. Y ese acto de corporizar la memoria la vincula más con la
larga y silenciosa cantidad de memorias invisibles que pueblan las naciones,
que a aquellas memorias dominantes que la llenan de monumentos, edificios y
rituales. Porque, como aclara Silva Catela, las memorias subterráneas no
necesitan de marcas temporales sino que usan al cuerpo como uno de sus
soportes.[2] ¿Pero qué
memoria es la que está corporizando Julia?
Tomar ese viaje de Rafael como una vía de transmisión de
una experiencia política es asumir que “transmitir una memoria, y hacer vivir
de ese modo una identidad, no consiste en legar apenas un contenido, sino una
manera de ser en el mundo”[3]. Quizás en ese
viaje Julia haya terminado de entender que la memoria es un marco más que un
contenido y que vale menos por lo que es
que por lo que se hace con él.
Y esto toca de lleno, no solamente a las propias
fotografías sino también a los objetos que gritan presente en la muestra. Para
empezar, la cámara Zenit con la que se tomaron los dos grupos de fotografías
(una de las tantas marcas emblemáticas de KZM, la empresa fotográfica
soviética) es la misma. Esta confianza en la herramienta de producción
visual no es un rescate meramente nostálgico: si bien implica en un grado la
reutilización de un objeto familiar, por otro lado también implica la
recuperación de la confianza en algo que no sabemos quién (el “dios” de la
industria tecnológica) comenzó a considerar obsoleto. La historia de las
tecnologías es la historia de las posibilidades de sentido que abre a cada una
de las generaciones y la historia de sus arrumbamientos es la historia de sus
ansias encajonadas. Los objetos familiares son la memoria tangible de la
historia doméstica, así como para las ciudades sus edificios y sus calles son
los espacios de la memoria urbana. Dos cosas que se contrastan en esa serie de
fotografías.
Un espacio aparte merece la
biblioteca de Rafael, esa que tan detalladamente construyó, guardó, ¿ocultó?,
listó y volvió a construir (archivar y organizar es ser consciente de que hay
una memoria que trasmitir). La presencia del libro como objeto en toda la
muestra es algo destacable. El libro como objeto es una tecnología que abre y
cierra la modernidad. Hay algo que une a Rafael, a Julia, a mí y a nuestros
padres. Todos depositamos en el libro, hasta mi generación al menos, una
confianza desmesurada como transmisor de conocimiento y de verdades. Todos,
pertenecientes a una clase media lectora, confiamos en el libro, en las
narraciones y en los relatos con principio y fin como transmisores válidos de
herencias generacionales. La experiencia de Julia en Salashi se transformó en un libro, la biblioteca de Rafael está
llena de ellos, y casualmente la casa natal de Rafael en Salashi se transformó
en una biblioteca pública (sin ir más lejos, esto que estás leyendo es como si
lo fuera). Ver recreada la biblioteca de Rafael entorna la puerta de la
amplísima producción intelectual, cultural y editorial de un Partido Comunista
que permitió que el tiempo vista hoy a esos ejemplares con el disfraz de la
doctrina.
Pero hay otros objetos en la muestra que pertenecen a la
historia familiar. Algunos están ahí físicamente, como el sillón, el televisor,
los platos. Otros se ven en el video La
vida en rojo: el diminuto manifiesto comunista, las cortinas, los muebles
de la casa de los abuelos.
Y hay algo interesante en el vínculo entre la memoria y
sus objetos, entre las historias y sentidos que se recrean y el modo de mostrarlos.
Desde las primeras muestras de Julia hay una voluntad por exhibir esos objetos
e imágenes del pasado con la claridad y transparencia que tienen los espacios
museográficos: vitrinas de fotografías, producciones textuales, etc. Es que en
ese modo de exposición se manifiesta la distancia histórica que toma Julia
respecto de esos ideales, aunque sin abandonarlos. Las piezas de esta
muestra son dispositivos que no exhiben el contenido de las ideas comunistas
sino las herramientas con que sus abuelos han adoptado esa ideología política:
los libros, la palabra viva, las cartas, los viajes, las fotografías. Y acá es
donde se esconde lo que considero el matiz pedagógico de la obra de Julia: no
trata de transferir el pensamiento del marxismo sino de enseñar una habilidad
familiar, de mostrar herramientas para incorporar esas ideas. Desde la
magnificencia de los espacios públicos hasta las pequeñeces del hogar, desde
las fotografías turísticas y distantes de Rafael hasta la dulce carta de Isabel
a su marido, persiste algo en aquel vaivén. Más allá de los programas y dogmas,
persiste una creencia colectiva. En todas esas imágenes y objetos se oye un
murmullo popular. A eso llamamos ideología, a ese modo que tienen las
voluntades de cambio por abarcar todos los espacios de nuestra existencia,
hasta asfixiarla.
Ahora bien, entre Salashi
y El viaje de Rafael, en ese vaivén, pasan dos cosas interesantes. Por un
lado el traslado geográfico para adentrarse en el pasado es brusco y se mueve de
un lado al otro de las concepciones espaciales: desde un espacio de pocas
dimensiones y casi inmóvil como Salashi, inmovilidad que le permitió al pueblo
y a sus habitantes guardar varias de las experiencias que constataron los
relatos familiares; hasta las brutas ciudades alemanas donde Julia recala e
insiste sobre su urbanidad modificada, la que termina siendo un escenario más
hostil para que sus habitantes comprendan las historias que los cruzan, como
diría Maurice Halbwachs[4]. Perder o
mantener las marcas espaciales es un punto de lectura para ver dónde se apoyan
o dónde han quedado pataleando en el aire las tradiciones y los relatos.
Y justamente de relatos se trata el otro vínculo. En 1936
Walter Benjamin escribió un texto donde hiló un extraordinario pensamiento: la
narración, entretejida con la experiencia, es el único modo de transmisión de
la misma y, gracias al acto de narrar, transformable en sabiduría. Benjamin
nota que la desaparición de la narración es un síntoma del empobrecimiento de
las experiencias en el mundo moderno, un empobrecimiento de la comunicabilidad[5]. Y La
vida en rojo está llena de narraciones: la narración visual de las fotos de
Rafael, la narración de Isabel en la carta, la narración del video mismo y
hasta la narración de Julia en la publicación Salashi que hace convivir su propio relato con el de sus familiares
y los pobladores.
Entonces esta perduración de la narración en la línea
familiar tiene menos que ver con la oralidad y más que ver con una transmisión generacional
de experiencias políticas. Por eso Benjamin se pregunta: “¿Quién encuentra hoy
gentes capaces de narrar como es debido? ¿Acaso dicen hoy los moribundos
palabras perdurables que se transmiten como un anillo de generación a
generación?”[6]
Ese anillo es el tesoro que la familia Mensch buscó legar generación tras
generación: la pertenencia ideológica y sus fórmulas. Sin embargo, acá lo
interesante: narrar es recrear una experiencia vivida, y recrear es para Julia
cepillar el pasado del comunismo a contrapelo... para generar una conducta
política deudora pero completamente nueva. Algo que finalmente se explicita en
el video que da nombre a la muestra.
Es que en definitiva todo se trata de estas generaciones vertidas
sobre la experiencia política y cómo buscan transmitirla. En 1997
Jacques Derrida dio una breve charla llamada “Marx no es un don nadie”, que de
algún modo sintetizaría su Espectros de
Marx de 1993. En esa oportunidad Derrida se pregunta quién o qué porta el
nombre de Marx hoy, quién puede heredarlo legítima o ilegítimamente. Pero
Derrida en algo es contundente: Marx no es un cuerpo muerto sino un espectro, algo entre la vida y la
muerte. Porque cuando el anuncio de la muerte de algo no cesa de repetirse,
aquello en verdad no está completamente muerto. Y el comunismo, y su marxismo,
es algo sobre lo que Julia no deja de volver. Pero, ¿qué pasa con ese legado? Dice
Derrida: “La herencia no es un bien, una riqueza que se recibe y que se
deposita en el banco; la herencia es una afirmación activa, selectiva, que a
veces puede ser reanimada y reafirmada más por unos herederos ilegítimos que
por unos herederos legítimos; dicho de otra manera, el compromiso político,
hoy, pasa por la cuestión de saber qué vamos a hacer con esta herencia, cómo
vamos a ponerla en marcha.”[7]
Y exactamente eso es lo que Julia se plantea al final de este tremendo
recorrido en que se enfrentó al muro conceptual del comunismo, con objetos e
historias familiares que parecían débiles ante ese coloso. Y sin necesidad de
bajarlo a mazazos o de explotarlo por los aires, Julia Mensch se metió por una
de sus grietas conocidas, la de las herencias, para buscar el pasado de la
militancia comunista y traerla de este otro lado del muro, el que le pertenece
al presente y a sus puntos suspensivos. ¿Adónde tendremos que mirar? En el
espectro visible, más allá del rojo, hay colores que no vemos... todavía.
[1] Candau,
Joël, Memoria e identidad, Ediciones
del Sol, Buenos Aires, 2008, p 115.
[2] Catela,
Ludmila da Silva, “Pasados en conflicto. De memorias dominantes, subterráneas y
denegadas” en Merenson, Bohoslavsky (comp), Problemas
de historia reciente del Cono Sur, Vol I, Buenos Aires, Prometeo, 2010, p
99-124.
[3] Candau,
Joël, Memoria e identidad, Ediciones
del Sol, Buenos Aires, 2008, p 116.
[4]
Halbwachs, Maurice, La memoria colectiva,
Miño&Dávila, Buenos Aires, 2011, p 191-195.
[5]
Benjamin, Walter, El narrador
(Introducción, traducción, notas e índices de Pablo Oyarzún, Ediciones Metales
Pesados, Santiago de Chile, 2008) [disponible en http://www.catedras.fsoc.uba.ar/reale/benjamin_narrador.PDF]
[6]
Benjamin, Walter, “Experiencia y pobreza” en Discursos Interrumpidos I, Buenos Aires, Taurus, 1989, p 167 (el
subrayado es de todos)
[7] Derrida,
Jacques, “Marx no es un don nadie” en AAVV, Espectografías.
Desde Marx y Derrida, Madrid, Trotta, 2003, p 175-188.
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